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Dulce Maria es un rostro. Un rostro arrojado, valiente. Mirese cualquiera de sus fotos y contémplese lo obvio: sus facciones toman riesgos, se atreven a ir siempre más allá. No son líneas clásicas, modestas. Son radicales, violentas. Una nariz pequeña. Unos pómulos expresionistas. Unos ojos encendidos. Todo ellos en un rostro redondo, único, enemigo de la ligereza. No es una cara femenina ni masculina. Es el rostro de una estrella, etérea, felizmente andrógina. Eso y la mirada.
Dulce Maria tiene la mirada más cautivadora que he visto. Mira y perturba. Observa y calcina. No es una mirada amable si no feroz, ferozmente primitiva. Está fuera del tiempo y del espacio: mira desde el origen, remota. No tiene nacionalidad ni sexo. Hay algo inhumano, casi divino, en ella. De existir [DIOS] miraría como Dulce Maria.
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